jueves, 4 de junio de 2015

Corrán tuathail

                Tras un arduo día de camino, un grupo de viajeros se dispuso a acampar cerca de un riachuelo congelado por el cual seguía corriendo el agua bajo el resbaladizo hielo. Era febrero. Aún había nieve. Habían pasado Cill Chainnigh hace ya varios días y el alimento empezaba a escasear urgentemente. El día anterior uno de los viajeros que llevaba una carreta cargada de provisiones tuvo la mala suerte de rompérsele el hielo bajo los pies por el cual transitaba. Tanto la carreta como el que la llevaba, se hundieron en las gélidas aguas. No obstante no significó su muerte; los demás compañeros se dispusieron a rescatarlo del sendero del más allá. Ninguna vida debe perderse en vano. Posteriormente no tuvieron más remedio que seguir con lo que  llevaban en su equipaje. A pesar del hambre que albergaban en su vientre y de la minuciosidad que tenían para compartir la mísera comida que llevaban, esperaban llegar pronto al siguiente poblado. Sin embargo, aquella noche no tuvieron problema para acampar; lo hicieron antes de que el sol se escondiera tras las esponjosas y oscuras nubes que a su vez se ocultaban detrás de los ramosos, casi deshojados árboles. Encendieron una  pequeña hoguera para asar una liebre que cazaron por el camino y una vez los tres hubieron saciado el apetito, se acomodaron en el blando suelo y cubiertos de gruesas mantas, intentaron  dormir.

                Nochtadh, uno de los viajeros se desveló a media noche debido a unos leves ruidos que había cerca. A reojo, escudriñó cerca de la hoguera donde las cenizas aun bullendo estaban y vio la silueta de un animal mordisqueando algo. Luego, éste se movió detrás de la hoguera con la intención de estar buscando algo. Al hacerlo, Nochtadh pudo ver que se trataba de un zorro rojo. El zorro se puso a masticar las sobras que habían dejado de la liebre. Entonces Nochtadh intentó incorporarse suavemente para ver mejor al zorro y éste se giró asustado, escondiendo el rabo entre las patas y ambos se miraron a los ojos. Los dorados ojos del zorro podían verse casi perfectamente con los vanos fulgores de las cenizas de la hoguera y Nochtadh se sintió conmovido por ellos. Luego de un breve instante, el zorro cogió parte del cadáver descuartizado de la liebre con la boca y se alejó de allí, perdiéndose entre la niebla nocturna. Los otros dos viajeros seguían durmiendo plácidamente, dentro de dichos sacos de pieles. Nochtadh se quedó esa noche mirando vagamente el cielo cubierto de nubes y pensando en aquel zorro.

                Durante varios días el grupo se fue alojando en varios conventos en ruinas y abandonados a su suerte que aparecían por el camino y, cazando algunos animales salvajes como ciervos y liebres para alimentarse, finalmente llegaron a un pequeño poblado, algo más que un caserío. Allí se instalaron durante tres días donde repusieron fuerzas esperando a que hiciera mejor tiempo, y se hicieron con una nueva carreta algo vieja donde depositaron lo que les quedaba de su cargamento. La tercera noche, antes de partir a la mañana siguiente, Nochtadh se desveló, como era común en él, y salió fuera de la posada a mirar por derredor. Se puso a explorar un poco por la periferia para ver el campo donde llegó a un pequeño puente de piedras gruesas donde se quedó a observar el río y las estrellas. Mientras pasaba el rato tranquilamente, sumido en sus pensamientos, sintió la presencia de alguien detrás de él y al girarse rápidamente, para su sorpresa, vio un zorro caminando encima del pretil del puente. Otra vez. ¿Era el mismo zorro? El zorro lo inspeccionaba con su profunda mirada apabullante a la vez que sus silenciosos pasos y su flamante cola se movían sin cesar sobre el pequeño muro a la par que Nochtadh, con las manos sujetas en el pretil que le llegaba hasta la altura del ombligo, iba girando la cabeza en dirección al movimiento del zorro. La cola del zorro se agitaba, daba movimientos burlescos, suavemente y de repente se detenía. Volvía a empezar. El rojo de su pelaje era distinguible con la luz de la noche; de las estrellas y de la Luna, que por momentos se ocultaba entre las nubes para volver a iluminar la escena. Los zafiros ojos de Nochtadh se mezclaban con los áureos ojos del vulpes. Creaban un lazo en aquel precioso instante. Creaban un verde en el ambiente. Creaban la primavera. ¿Qué significaba todo esto? El misterioso zorro dio un pequeño gemido y saltó al suelo sin apenas hacer ruido, luego giró su cabeza hacia Nochtadh para volver a dar otro gemido y se fue, una vez más, perdiéndose entre la oscuridad.

                Ya habían llegado a la región de Ciarraighe tras varias semanas. Habían cruzado ya el reino para volver a su tierra natal. Por fin estaban en su ciudad, Cill Airne. El comercio con el este no había tenido mucho éxito. Aun así, los habitantes del este hablaban de un peligro que acechaba en el norte y venía del mar. Pensaban que los vecinos de ultramar se estaban saliendo con la suya nuevamente. Pasaron entonces las semanas. El frío empezaba a desvanecerse, las hojas de los árboles empezaban nuevamente a brotar y los animales salvajes comenzaban a llegar para agruparse a las orillas de los lagos de Cill Airne donde crecía una exuberante flora. Ya había pasado febrero, marzo y estaban a finales de abril. Los ciudadanos, al igual que en todos los condados, esperaban celebrar el beltane el primero de mayo dando inicio al verano en el cual rezaban por un próspero pastoreo. Sin embargo, Nochtadh no estaba tranquilo. Su mente seguía pensando en aquel zorro que se le había aparecido dos veces y que no había vuelto a ver. Por lo tanto su corazón no estaba en paz, sentía que algo malo iba a suceder. Algunas noches se desvelaba y salía a dar una vuelta por el campo pero desgraciadamente, pasaban los días y no volvía a ver el zorro. Pero sentía, de alguna manera, que iba a volver a verlo.

                Para la víspera del 1 de mayo, el pueblo se movilizó hacia la montaña para celebrar el beltane. Numerosos carros se desplazaban a los pies de la montaña mientras los niños y algunos campesinos animaban la caminata con música, cantos y bailes. Una vez a los pies de la montaña, empezaron a juntar troncos y ramas de árboles que cogieron durante el camino,  los agruparon de manera que formaba una figura geométrica. A la noche, el montón de ramas se convirtió una gran pira por cuyo alrededor la gente celebraba el porvenir. Sin embargo, Nochtadh  no estaba con ánimos e incluso ese día tan importante para el pueblo, otras cosas le cubría sus pensamientos. La festividad le siguió la noche en la que Nochtadh  decidió alejarse de tales humos y ruido desalentador. Se acercó a uno de los lagos que hay a los pies de la montaña y allí se quedó mirando la inmensidad de la vía láctea en el reflejo de las oscuras aguas del lago que se le extendían mayestáticamente delante de él. Se tumbó boca arriba a la orilla del espejo, cerca de la hierba, y miraba las constelaciones e intentaba recordar cómo se llamaban algunas. Además, podía notar cómo se movían los astros, las estrellas fugaces, las nubes; el cielo. Se sentía verdaderamente regocijado ante tanta belleza, con el sonido del aire golpeando las verdes hierbas estivales y a lo lejos las blancas olas rompiendo las rocas de las orillas del lago. De pronto se adormeció profundamente.

                A la mañana siguiente, cuando el sol estaba a punto de salir, sintió que alguien le lamía la cara y de sobresalto se despertó viendo ante sí un zorro. El mismo zorro que tanto esperaba volver a ver. Con un vivo aleteo de su cola, el rojizo zorro soltó un gemido y sacó la lengua a Nochtadh y se puso a dar saltos y correr a su alrededor. Cuando Nochtadh se incorporó, el zorro se puso a dar unos leves brincos y girándose como diciéndole que lo siguiera, cosa que Nochtadh así lo interpretó y lo hizo. El animado zorro empezó a conducirlo por la montaña y Nochtadh lo siguió sin pensárselo hasta, que luego de mucho esfuerzo, llegaron a la cima. Subieron hasta Corrán tuathail, el punto más alto de la de todo el territorio. Arriba quedaban aún restos de nieve, el sol ya casi se había puesto y el viento era de respetar pero tanto a Nochtadh como al zorro no parecía importarles. Nochtadh se sentía feliz, al lado de un flamante zorro en un sitio tan alto que sentía que podía llegar a tocar las nubes con solo alzar un brazo. Nochtadh  podía divisar el humo de las piras del beltane desde varios puntos por el horizonte a la redonda. En cierto momento decidió mirar al este para divisar su ciudad, se dio cuenta de que también prendía un extraño humo de ella y se sintió realmente preocupado por ello. ¿Qué diablos estaba pasando? Quiso bajar la montaña para avisar a los demás que la ciudad estaba en llamas pero no lo hizo; el zorro se lo impidió con sus gemidos. Nochtadh inclinó y miró a los ojos del zorro e intentó comprender qué estaba intentando decirle. Al mirar nuevamente al valle donde sus compatriotas estaban, vio cómo una horda de guerreros se abalanzaba contra ellos y los asesinaban fríamente. Gente gritando, pidiendo ayuda, corriendo de un lado para otro, en vano, sin escapatoria. Los guerreros los habían pillado desprevenidos. Nochtadh no se lo podía creer. Mirando otra vez hacia al lago vio una numerosa flota de barcos encallados en la costa. Habían entrado desde el mar bordeando el río arriba. Los rumores de salvajes que venían del mar eran ciertos, y ahora estaban sembrando el terror por el oeste. La era de las invasiones vikingas en Irlanda no había hecho más que empezar.