viernes, 12 de febrero de 2016

Experimento 7

    Los blancos y dendríticos pasillos tubulares, relucientemente iluminados parecían no tener fin. No había signo alguno de que pudiera existir una puerta, una ventana o algo por el estilo. No parecía existir un rincón de confinamiento ni mucho menos escapatoria. El suelo albino, el techo níveo, y las paredes aun pálidas era todo lo que uno podía contemplar. La totalidad era una mezcla de desasosiego. Era inverosímil ver algo más y apenas mi tan querida sombra se mostraba. Cálido y calmado, insonoro e inoloro era la definición del ambiente. 

    En una blanca soledad, consternado, mi razonamiento empezaba a fallarme mientras caminaba apaciguadamente al ritmo de los latidos de mi corazón, mientras que mi mirada, fijamente en el fondo del pasillo, la notaba sinuosa, pues ya no sabía dónde mirar. En aquel lugar que me encontraba, el sentido de la orientación es completamente nulo; horrible, aterrador y horripilante es la sensación de permanecer confinado a solas entre tanto fulgor y tanta ausencia. Mientras mis pies estuvieran sobre una superficie, podía denominarla suelo; quizá estuviera caminando helicoidalmente, no lo sé. Pero caminaba.

    Entretanto me perdía en el universo de mis andares, doblando por varios pasillos cuyo ambiente seguía siendo el mismo. ¿Estaba yendo en círculos? Sea como fuera, de un momento a otro, la pulsera bajo mi blanca indumentaria empezó a brillar de un color amarillo. Supuse que me estaba acercando a mi destino. De alguna forma, ese extraño artilugio me guiaba sin que yo fuera consciente de ello. De alguna forma... Del mismo modo que brillaba la luz de mi pulsera, empezó a hacerlo también otra en una pared que divisé al fondo. Escudriñé entre la luz que dicho color era azul y parpadeaba un segundo después que mi pulsera. Se turnaban. Me fui acercando sin saberlo, no tenía donde más ir en aquel pasillo y el siguiente cruce de pasillos estaba pasando la luz azul. Me preguntaba si había otra persona más por ahí con una pulsera azul. Mientras caminaba alcé la vista atrás y no encontré a nadie, todo seguía silencioso como antes. Aún con mi leve agobio mental, seguí acercándome a aquella luz y mi tedio empezaba a crecer. 

    Ocurrió pues, que mientras mis leves pasos insonoros congeniaban en tiempo con los de las luces. Luz azul: pierna izquierda; luz amarilla: pierna derecha. Azul, izquierda. Amarilla, derecha. Intentaba mantener la calma por cada paso que daba, respirando profundamente. Aproximándome sucedió lo inesperado. Ambas luces empezaron a cambiar de color. Empezaron a mezclarse. Al estar al lado de la pared cóncava que crecía a mi derecha, ambas luces se tornaron verde. Acto seguido sonó un pitido que evocaba aceptación y se abrió un agujero ovalado en la pared. Sin pensarlo, crucé aquella abertura, oscura y misteriosa, ignorando lo que podría albergar.

martes, 9 de febrero de 2016

Experimento 8

 El despuntar de la aurora se cernía afablemente sobre las aún frías rocas, cubiertas de un vivo verde con restos de suave rocío, que acompañaba el decrépito y frondoso bosque cubierto de extensos añejos muérdagos y múltiples hongos creciendo vivamente a sus pies. A ras del suelo, salvajes y ocultos animales correteaban por entre la maleza viviendo su matutino día a día. Las copas de los más altos árboles albergaban vivarachos graznidos de jóvenes y oscuros córvidos que otrora eran adorados por unos y odiados o incluso temidos por otros como si de la mismísima muerte alada se tratase. El viento ondeaba las verdes banderas del sotil imperio húmedo y levantaba una agradable perfume a petricor impregnando el ambiente como ningún otro. Aquel nicho que el serpenteante y pedregoso río de agua cristalina nutría, sobre su regazo llevaba danzante y paulatinamente sangre que iba a parar en el mar, valle abajo, a lo lejos.

    El horizonte era bermejo, pues se había derramado sangre en la clara noche. Al otro lado del río se abría un páramo húmedo de hierba alta donde aquella mañana silenciosa y estremecedora, el rocío se había teñido escarlata. Sobre aquella panorámica las carroñas cuyas raudas miradas volaban en círculos, indecisas y sorprendidos por cuanta comida podrán ingerir para el porvenir. No sólo ellos festejaban. Cánidos y felinos iban llegando desde lejanos rincones llamados por el exquisito olor a maná rojo desde distancias considerables gracias al agudo olfato que poseían. La muerte de unos es la vida de otros. La derrota de unos es la victoria de otros. Del cuerpo de los caídos, luego de una lenta descomposición por parte de los más diminutos seres que pueblan las entrañas de la tierra, con el tiempo crecerían flores y ellas derruirían las hojas de las espadas que se perderían con el paso del tiempo donde aquel bosque, podría ir ganando terreno, semilla a semilla a árbol y árbol en un proceso incansable.

    Sin embargo, fue aquella su muerte, fue aquel su tormento, pues los vencedores volvieron a la escena del crimen, al campo de flores. Aquellas flores silvestres cortaron y un nuevo emplazamiento formaron. De aquel bosque se nutrieron para ensalzar su nueva autonomía con el poder de la mano del hombre, de la corona. Así, reyes de todas las especies cuantas existen estaban seguros de que su supervivencia fue dada por la bienaventuranza de Dios, el Único. Se sintió traicionada entonces la floresta. Lágrimas de resina y lamentos humeantes fueron sus últimos suspiros. No era sino suya la sangre derramada.