martes, 9 de febrero de 2016

Experimento 8

 El despuntar de la aurora se cernía afablemente sobre las aún frías rocas, cubiertas de un vivo verde con restos de suave rocío, que acompañaba el decrépito y frondoso bosque cubierto de extensos añejos muérdagos y múltiples hongos creciendo vivamente a sus pies. A ras del suelo, salvajes y ocultos animales correteaban por entre la maleza viviendo su matutino día a día. Las copas de los más altos árboles albergaban vivarachos graznidos de jóvenes y oscuros córvidos que otrora eran adorados por unos y odiados o incluso temidos por otros como si de la mismísima muerte alada se tratase. El viento ondeaba las verdes banderas del sotil imperio húmedo y levantaba una agradable perfume a petricor impregnando el ambiente como ningún otro. Aquel nicho que el serpenteante y pedregoso río de agua cristalina nutría, sobre su regazo llevaba danzante y paulatinamente sangre que iba a parar en el mar, valle abajo, a lo lejos.

    El horizonte era bermejo, pues se había derramado sangre en la clara noche. Al otro lado del río se abría un páramo húmedo de hierba alta donde aquella mañana silenciosa y estremecedora, el rocío se había teñido escarlata. Sobre aquella panorámica las carroñas cuyas raudas miradas volaban en círculos, indecisas y sorprendidos por cuanta comida podrán ingerir para el porvenir. No sólo ellos festejaban. Cánidos y felinos iban llegando desde lejanos rincones llamados por el exquisito olor a maná rojo desde distancias considerables gracias al agudo olfato que poseían. La muerte de unos es la vida de otros. La derrota de unos es la victoria de otros. Del cuerpo de los caídos, luego de una lenta descomposición por parte de los más diminutos seres que pueblan las entrañas de la tierra, con el tiempo crecerían flores y ellas derruirían las hojas de las espadas que se perderían con el paso del tiempo donde aquel bosque, podría ir ganando terreno, semilla a semilla a árbol y árbol en un proceso incansable.

    Sin embargo, fue aquella su muerte, fue aquel su tormento, pues los vencedores volvieron a la escena del crimen, al campo de flores. Aquellas flores silvestres cortaron y un nuevo emplazamiento formaron. De aquel bosque se nutrieron para ensalzar su nueva autonomía con el poder de la mano del hombre, de la corona. Así, reyes de todas las especies cuantas existen estaban seguros de que su supervivencia fue dada por la bienaventuranza de Dios, el Único. Se sintió traicionada entonces la floresta. Lágrimas de resina y lamentos humeantes fueron sus últimos suspiros. No era sino suya la sangre derramada.

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