martes, 4 de febrero de 2014

Convergencia



   Cuentan los sabios que hace mucho tiempo había un hombre que tenía un especial don a su alrededor que lo guiaba. El hombre anduvo por casi todo el planeta buscando dos brillantes ojos. Dos ojos verdeazulados como los antiguos bosques que había a las orillas de los ríos transparentes que llegaban al mar. Muy lejos se encontraba el mar y el bosque no era el mismo ya. Quien tenía los dos ojos que el hombre buscaba estaba encerrada en una fortaleza en lo alto de una montaña. La montaña era tan grande y tan alta que en la cima había grandes nubes. Toda la montaña y la dueña de los ojos eran del gran rey. El rey no quería que nadie saliera de su fortaleza por miedo a los malos que había fuera. Todo lo intentaba proteger.

   Tiempo atrás el hombre había hecho un juramento que nunca había pensado romper bajo ningún concepto. El hombre había permanecido cautivo durante varios inviernos y siempre, siempre aguardó el momento oportuno para armarse de valor y escapar; lográndolo una oscura y nubosa noche. Entonces se fugó el valeroso hombre de su celda, brillante y fría, y cálida a la vez. Su cautiverio había transcurrido en las profundidades de la tierra bajo un glaciar cuyo paradero se encontraba en una isla solitaria, lejos del continente, al norte del mundo. Tras un agotador y prolongado esfuerzo, para salir de las entrañas del mundo y ocultarse entre las sombras, vagó por tierras frías y baldías  hasta llegar a los muelles de la condenada isla en la que se encontraba. El muelle se hallaba a los pies de altos desfiladeros que resistían el duro oleaje en días de tempestad. Por fortuna, al ser una mañana tranquila,  pudo acceder a él por un pasadizo que no le era secreto a pesar de serlo para muchos. Una vez allí, el fugitivo vio que el atracadero estaba vacío y buscó algún barco con el que escapar de la maldita isla para cumplir su deseo. Halló dentro de uno de los pocos cobertizos, un bote boca abajo en buen estado con los remos y soporte para introducir un mástil. Arrastró la barca por el embarcadero con sumo cuidado y lo botó en las gélidas aguas del mar, puso después el mástil e izó en ella las amarillas y antiguas pero servibles velas. Se preparaba entonces, al igual que el sol se preparaba para salir por el este del globo, a emprender una larga travesía en las ondulantes aguas hacia el continente, sin ningún peligro acechante, por el momento.

   El incansable navegante remó sin cesar en el lapso de tiempo que los rayos del sol despuntaran la aurora por el levante hasta que los últimos indicios de la misma se fueran por el ocaso durante el crepúsculo. La mayúscula masa de agua se tiñó de rojo al igual que las nubes, como la sangre derramada, como el fuego vivo, como los estandartes del Reino Prohibido que había tomado prisionero al marino, y se le apaciguó el corazón al pensar en ello hasta que divisó los primeros vestigios de tierra firme a la lejanía, y cambió de temple. En la negrura de la noche, se guió por las centelleantes estrellas, las cuales eran imprescindibles desde días de antaño como referencia, cuando las noches eran más extensas que los días, con el fin de arribar acertadamente a su destino y abordó la costa en donde ocultó la falúa entre los arbustos que crecían por allende. Fatigado se encontraba cuando hubo realizado todo aquello por lo que pretendió tomarse un descanso para lo cual se adentró en el soto de la ribera en donde, con bastante maña, subió a un árbol y en cuyas anchas ramas serpenteantes que salían del robusto tronco, yació toda la noche pensando en el porvenir. Sucedió entonces que, inesperadamente, un estrépito de pisadas se aproximaba desde el interior de la mezcla verde y pasó por debajo del árbol en el cual el aventurero, muy en alerta se encontraba, y escudriñando en la oscuridad a ras de suelo, divisó como un grupo de entes emanaban un aura negra y se dirigían rumbo a la playa. Una vez consumado el peligro, cuando aún quedaban pocas horas para el alba, el recién llegado a las tierras por alta mar, se lanzó en una evasión entre las altas ramas del frondoso bosque hasta que percibió que no podía proseguir su camino; un cañón por cuyo río pasaba por sus profundas gargantas, tajaba la selva. Un escalofrío ascendió por su espalda y supo que lo seguían pues por el crujiente suelo de raídas ramas y hojas y con su raudo y rimbombante corazón se aferró a una rama para tomar impulso y aferrarse a una liana que cuyo balanceo lo dejase, con más suerte que nada, al otro lado. Cuando estuvo a segundos de realizar tal acto, a la orilla del saliente, menguaba un feroz felino, verde como el verde bosque, despertó con dulce desconcierto y rugió fuertemente al mancilleo de las sombras negras que penetraban en derredor. A continuación, se oyó como los estruendos de pares de pies se alejaban con gritos ininteligibles en extraño idioma y el hombre que a punto estuvo de impulsarse, cambió de parecer y se asió de una rama para evitar despeñarse, causando un pequeño chasquido. Al volver en sí, se sintió observado y al volcar su cabeza, vio como el felino clavaba fijamente su mirada, reflejada a la luz de las infinitas estrellas, en él y se quedaron un considerable momento mirándose fijamente como si ambos estuvieran intentando penetrar en lo más profundo del alma y llegado el momento en que el gato de órdago bostezó con destreza y con garbo, se dio media vuelta y se extravió en la maleza que bordeaba el desfiladero.

   Prosiguió entonces a retomar el camino y siguiendo el borde del barranco de las Almas Caídas, llegó a un punto donde, obrada y antiguamente, los hombres de antaño de las costas habían erigido un resistente puente colgante, con las más firmes y férreas lianas que unían ambos extremos de la hendidura, y lo cruzo con desafío a pesar de los rotos y quebradizos maderos resistiendo para no caer.

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