Al final de la calle estaba el edificio gris, igual que
el cielo del cual apenas salía un mísero rayo de sol, estaba en casi en ruinas.
El edificio lograba mantenerse en pie, con extraordinario
esfuerzo, a lo largo de todos estos años gracias a las leyes de la
física. Las montañas de escombros, polvo y cenizas inundaban la calle y, además
de tener bastantes grietas y surcos profundos, llegaban hacia los edificios
tapando las dos primeras plantas, tapando puertas y ventanas. El resto de
ventanas, descorazonadas de cristal que algún tiempo hizo de intemperie contra
el "peligroso" mundo exterior, estaban selladas con tablones de
madera, escombros o con rejas.
Conocía una entrada al edificio por un callejón trasero,
angosto y oscuro, con restos de ladrillos grises desprendidos del edificio y
tirados por el suelo, dificultando así el camino a todo aquel que intentase
recorrerlo. A pesar de ser un callejón, el ambiente se volvía más negro, más
hostil, más tétrico. Los edificios deshojados de alrededor parecían ceñirse
sobre uno como grandes gigantes emergidos furiosamente de la tierra tras un
terremoto de magnitudes catastróficas. El aire también se volvía más denso a
medida que uno se adentraba y daba la sensación de estar atravesando un pantano
séptico el cual podría haberse tratado perfectamente de la laguna Estigia. Eso
sí, sin Caronte. Solo podías esperar a no ser devorado por sorpresa bajo
extrañas circunstancias.