Al final de la calle estaba el edificio gris, igual que
el cielo del cual apenas salía un mísero rayo de sol, estaba en casi en ruinas.
El edificio lograba mantenerse en pie, con extraordinario
esfuerzo, a lo largo de todos estos años gracias a las leyes de la
física. Las montañas de escombros, polvo y cenizas inundaban la calle y, además
de tener bastantes grietas y surcos profundos, llegaban hacia los edificios
tapando las dos primeras plantas, tapando puertas y ventanas. El resto de
ventanas, descorazonadas de cristal que algún tiempo hizo de intemperie contra
el "peligroso" mundo exterior, estaban selladas con tablones de
madera, escombros o con rejas.
Conocía una entrada al edificio por un callejón trasero,
angosto y oscuro, con restos de ladrillos grises desprendidos del edificio y
tirados por el suelo, dificultando así el camino a todo aquel que intentase
recorrerlo. A pesar de ser un callejón, el ambiente se volvía más negro, más
hostil, más tétrico. Los edificios deshojados de alrededor parecían ceñirse
sobre uno como grandes gigantes emergidos furiosamente de la tierra tras un
terremoto de magnitudes catastróficas. El aire también se volvía más denso a
medida que uno se adentraba y daba la sensación de estar atravesando un pantano
séptico el cual podría haberse tratado perfectamente de la laguna Estigia. Eso
sí, sin Caronte. Solo podías esperar a no ser devorado por sorpresa bajo
extrañas circunstancias.
El viento resonaba al pasar
entre las podridas tablas de madera de algunas ventanas. Un golpe o una patada
sin mucho esfuerzo era lo suficiente para destrozar la vieja madera y despejar
el camino para entra. Sin embargo, no era buena idea dañar la poca seguridad que
quedaba, aunque sólo engañe la vista. Mantener el secreto de lo que había
dentro de aquel edificio había que mantenerse lo más seguro posible. Luego de
un buen tramo recorriendo por el callejón, dejando atrás obstáculos que antes
no existieron, llegué al siguiente tramo. Al arribar al umbral, tras escalar
montones de chatarra con cuidado, una ventana que parecía estar sellada por
dentro con algo metálico y oxidado, indicaba que todo estaba en orden. Empujé
con esmero la obstrucción hacia dentro y entré en el edificio tras asegurarme
que nadie me había seguido.
Ya dentro, volví a sellar la ventana. Se trataba de un
frigorífico viejo. A la par que iba sellando la abertura, la habitación se iba
sumiendo en una triste oscuridad con paupérrimos residuos de luz del exterior
que entraban por donde podían. Agudicé la vista y me adentré a la casa que
antiguamente pudo haber albergado una familia, una familia feliz. Sin
preocupaciones por llegar a tales extremos de supervivencia. ¿Qué habrá sido de
ellos ahora? Intentaba recordar mi infancia en un hogar como aquel pero me era
más que imposible. Destellos y sombras. Destellos en una habitación oscura y
sombras en una habitación iluminada. Ni uno ni lo otro, tristemente.
La puerta de la entrada de la
casa aún estaba intacta, de milagro, excepto la cerradura había sido extraída a
la fuerza tiempo atrás. Podía ser útil, en vez de llevarse la puerta entera...
¿no? Me aseguré de cerrar la puerta cuidadosamente detrás de mí. El pasillo
estaba oscuro, apenas había ventanas que dieran al exterior. De uno de mis
bolsillos saqué una pequeña linterna casera que funcionaba gracias a un dinamo
que produce energía debido a una diferencia de potencial al mover una pequeña
manivela. "Siempre viene bien saber un poco de física en un infierno como
este", me dije.
En el pasado existieron miles de
profesiones que uno podía elegir. Podía uno labrar su propio futuro. Sin
embargo, ahora esto era inútil. Labrar para deslabrar cual manto de Penélope.
Muchas de las profesiones que hubieron algún día quedaron casi olvidadas en la
mente de algunos supervivientes que a menudo hablaban de ellas, y en viejas
hojas de algún libro perdido por allí, por allá y acullá. La ingeniería era
quizá la profesión más importante ahora. Todo el mundo tenía que saber lo
mínimo de electricidad en un mundo sumido en las tinieblas, un mundo que sin
luz, el hombre caería en el abismo de la locura, mostraría su lado más salvaje
y se perdería con las bestias.
El chirrido del pequeño dinamo
era como un sonido celestial a la vez que una divinidad te iluminase el camino
al paraíso. Un paraíso que había que pasar por el infierno. Bajé las escaleras
que me llevaron a la primera planta. La entrada al edificio estaba cubierto por
una gran barricada de restos de cemento y ladrillos. Un largo pasillo llevaba a
la sala de calderas escalera abajo cuya sala estaba plagado de un olor a
podredumbre, humedad, musgo y hongos. Había una pequeña escotilla que tras
abrirla, una pestilencia aún más fuerte me golpeó y empañó mi mascarilla
aislante de humedad. Bajé la escalerilla y el suelo estaba inundado de agua que
me llegaba hasta las rodillas.
La sensación de estar ahí abajo
era terrorífica. El agua estaba cálida, tenía un color verdoso y esparcía
vapores inmundos. El espacio era claustrofóbico. El ancho del túnel daba para
apenas dos personas. Se oía el castañeo y mordisqueo de las ratas que correteaban
a través de las tuberías pegadas al techo y a la pared. Se podía ver algunos
hongos bioluminiscentes adheridos a la pared que brillaban en la oscuridad.
Incluso los hongos lograban sobrevivir. ¿Era producto de la mutación? Miré a
ambos extremos del pasillo y no se veía el final con la potencia de mi
linterna. La luz de la linterna ya estaba en sus últimas por lo que tuve que
volver a girar la manivela una vez más. Al lado de la escalera había una flecha
trazada hacia una dirección. Señalaba el camino. Mi camino.
Luego de 10 eternos minutos
atravesando el túnel con mero cuidado, despojando telas de arañas y removiendo
basuras desconocidas del agua, llegó al esperado final. El final del este tramo
de camino y el principio de otro. Mientras el túnel seguía a la izquierda, una
puerta blindada llevaba a un nuevo trayecto. La puerta tenía en medio una
manivela que al hacerla girar se abre. Al otro lado el ambiente cambiaba mucho.
El espacio aumentaba considerablemente al igual que el sonido. En aquel sitio
había una serie de paupérrimas luces anaranjada colgando en el tejado. Las
paredes daban la impresión de estar húmedas y que se iban a romper en pedazos
si pasases la mano. El suelo se trataba de rejas que podías escudriñar cómo
pasaba el agua bajo él. Me encontraba en las alcantarillas. Ya era un buen
momento para quitarse la máscara antigás. El filtro ya no rendía más. Retomé
entonces el camino. Cada pisada que daba producía un característico eco.
La red de alcantarillas de la
ciudad era muy extensa y se ramificaba enormemente teniendo varios pisos de
profundidad. Algunos túneles confluían junto a los del metro o carreteras. En
algunas zonas de la ciudad los túneles poseían grandes salas cuyo papel era de
hacer de búnkeres antimisiles y antirradiactividad en épocas de guerras. A uno
de esos búnkeres iba yo. Nuestro primer refugio. Los demás refugios estaban
ocupados por toda clase de personas creando cada una sus propias ideologías y
políticas. Acceder por las alcantarillas de un lado a otro era trabajo casi
imposible. Cooperar con otros era arriesgado, incluso traicionero.
La pared del túnel empezaba
a llenarse de carteles añejos los cuales se le había ido todo el color. El
hogar estaba cerca, no me había equivocado de direcciones en el dantesco
laberinto. Una gran puerta blindada estaba bloqueando un paso. Con la punta de
mis botas golpeé la puerta tres veces seguidas y luego dos. Repetí el proceso
una vez más y la puerta se abrió de dentro.
Del interior se oyó en voz alta.
-¡Arriba las manos!- una voz grave
pero consistente se oía al final. Era una figura negra y corpulenta. Levanté
las manos -¡Acércate lentamente y no hagas un movimiento brusco!-.
Un foco de luz me iluminaba
completamente y me quemaban las retinas. Lentamente di un paso sobre otro
intentando caminar recto.
-¡Es él, es él!¡Ha vuelto!-una voz
más enérgica resonó por la habitación -.¡Baja el arma, estúpido! ¿Que no lo
reconoces? Es él, gracias a Dios.
-¡Tú! ¿Un paseo por el parque, eh?
-la voz grave se dirigía a mi -¡Vale, vale, apaga el foco, hombre, que lo vas a
dejar ciego!
Se acercaron a mí y me
dieron palmadas en la espalda mientras me frotaba los ojos con las manos. Se
alegraban de que hubiera vuelto. Pero no esperaban a que volviera por ese
camino. Luego de ofrecerme un buen trago de alguna bebida alcohólica, recuperé
fuerzas y tras un largo suspiro y pausa, les hablé de la situación que había
arriba y de las nuevas que traía. Al concluir, los tres centinelas se quedaron
en silencio, estupefactos, hasta que uno me respondió.
-Venga, ve dentro, no pierdas más el
tiempo aquí. ¡Nos alegramos de que hayas vuelto, camarada! -dijo el de la voz
viva -Espero volver a verte pronto...-.
Cogí el pasillo, iluminado
con luz artificial, producida por máquinas que los más hábiles lograron hacer
funcionar, que llevaba al interior del reducto cuyas paredes estaban llenas de
viejos y nuevos carteles. Algunos carteles eran ilegibles sin embargo en los que
se podía leer ponía cosas como "¡Sálvanos!" que era de
propaganda de alguna ideología antigua en la que salía una mujer con un bebé en
brazos, "Inclina a mí tu oído, líbrame pronto; sé tú mi roca fuerte, y
fortaleza para salvarme" y "Porque si el árbol fuere cortado,
aún queda de él esperanza; retoñará aún, y sus renuevos no faltarán"
escritos a mano sobre un papel amarillento, y el que más me llamó la atención
fue uno que decía: "Porque estrecha es la puerta, y angosto el camino
que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan". ¿Me hablaba a mí?
Y ahora estoy en mi escritorio escribiendo estas líneas
mientras se oye a la gente hablar desde fuera de mi "casa" que era
más bien una pequeña habitación. Ya hablé con el general jefe del bunker y le conté
todas las noticias. Noticias que no son buenas para nadie. Dentro de unos días
se aproxima lo peor a nuestro hogar, para todos nosotros. Quizá para la ciudad
entera. ¿Qué nos depara del futuro? De pequeño me reunía con amigos alrededor
de una hoguera junto a un desaliñado anciano que decía ser filólogo en la otra
vida. Él nos contaba cuentos a todos los presente. Nos contaba cómo era el
mundo antes de ser el mundo que nos llevó hasta aquí. Una húmeda noche nos
relató la historia de una fortaleza judía inexpugnable que fue sitiada por los
romanos durante mucho tiempo. Los judíos llamaban a esa fortaleza Masada. Se
encontraba al borde del precipicio, como lo está esta cueva en la que nos
encontramos. Nuestro destino podría llegar a ser muy similar. Debemos ayudarnos
entre todos, doblegarnos a ellos. Masada ocurre sólo una vez. De eso se trata
la historia.
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