domingo, 30 de noviembre de 2014

Experimento 6: el primer refugio

        Al final de la calle estaba el edificio gris, igual que el cielo del cual apenas salía un mísero rayo de sol, estaba en casi en ruinas. El edificio lograba mantenerse en pie, con extraordinario esfuerzo,  a lo largo de todos estos años gracias a las leyes de la física. Las montañas de escombros, polvo y cenizas inundaban la calle y, además de tener bastantes grietas y surcos profundos, llegaban hacia los edificios tapando las dos primeras plantas, tapando puertas y ventanas. El resto de ventanas, descorazonadas de cristal que algún tiempo hizo de intemperie contra el "peligroso" mundo exterior, estaban selladas con tablones de madera, escombros o con rejas.

   Conocía una entrada al edificio por un callejón trasero, angosto y oscuro, con restos de ladrillos grises desprendidos del edificio y tirados por el suelo, dificultando así el camino a todo aquel que intentase recorrerlo. A pesar de ser un callejón, el ambiente se volvía más negro, más hostil, más tétrico. Los edificios deshojados de alrededor parecían ceñirse sobre uno como grandes gigantes emergidos furiosamente de la tierra tras un terremoto de magnitudes catastróficas. El aire también se volvía más denso a medida que uno se adentraba y daba la sensación de estar atravesando un pantano séptico el cual podría haberse tratado perfectamente de la laguna Estigia. Eso sí, sin Caronte. Solo podías esperar a no ser devorado por sorpresa bajo extrañas circunstancias.

     El viento resonaba al pasar entre las podridas tablas de madera de algunas ventanas. Un golpe o una patada sin mucho esfuerzo era lo suficiente para destrozar la vieja madera y despejar el camino para entra. Sin embargo, no era  buena idea dañar la poca seguridad que quedaba, aunque sólo engañe la vista. Mantener el secreto de lo que había dentro de aquel edificio había que mantenerse lo más seguro posible. Luego de un buen tramo recorriendo por el callejón, dejando atrás obstáculos que antes no existieron, llegué al siguiente tramo. Al arribar al umbral, tras escalar montones de chatarra con cuidado, una ventana que parecía estar sellada por dentro con algo metálico y oxidado, indicaba que todo estaba en orden. Empujé con esmero la obstrucción hacia dentro y entré en el edificio tras asegurarme que nadie me había seguido.

   Ya dentro, volví a sellar la ventana. Se trataba de un frigorífico viejo. A la par que iba sellando la abertura, la habitación se iba sumiendo en una triste oscuridad con paupérrimos residuos de luz del exterior que entraban por donde podían. Agudicé la vista y me adentré a la casa que antiguamente pudo haber albergado una familia, una familia feliz. Sin preocupaciones por llegar a tales extremos de supervivencia. ¿Qué habrá sido de ellos ahora? Intentaba recordar mi infancia en un hogar como aquel pero me era más que imposible. Destellos y sombras. Destellos en una habitación oscura y sombras en una habitación iluminada. Ni uno ni lo otro, tristemente.

     La puerta de la entrada de la casa aún estaba intacta, de milagro, excepto la cerradura había sido extraída a la fuerza tiempo atrás. Podía ser útil, en vez de llevarse la puerta entera... ¿no? Me aseguré de cerrar la puerta cuidadosamente detrás de mí. El pasillo estaba oscuro, apenas había ventanas que dieran al exterior. De uno de mis bolsillos saqué una pequeña linterna casera que funcionaba gracias a un dinamo que produce energía debido a una diferencia de potencial al mover una pequeña manivela. "Siempre viene bien saber un poco de física en un infierno como este", me dije.

     En el pasado existieron miles de profesiones que uno podía elegir. Podía uno labrar su propio futuro. Sin embargo, ahora esto era inútil. Labrar para deslabrar cual manto de Penélope. Muchas de las profesiones que hubieron algún día quedaron casi olvidadas en la mente de algunos supervivientes que a menudo hablaban de ellas, y en viejas hojas de algún libro perdido por allí, por allá y acullá. La ingeniería era quizá la profesión más importante ahora. Todo el mundo tenía que saber lo mínimo de electricidad en un mundo sumido en las tinieblas, un mundo que sin luz, el hombre caería en el abismo de la locura, mostraría su lado más salvaje y se perdería con las bestias.

     El chirrido del pequeño dinamo era como un sonido celestial a la vez que una divinidad te iluminase el camino al paraíso. Un paraíso que había que pasar por el infierno. Bajé las escaleras que me llevaron a la primera planta. La entrada al edificio estaba cubierto por una gran barricada de restos de cemento y ladrillos. Un largo pasillo llevaba a la sala de calderas escalera abajo cuya sala estaba plagado de un olor a podredumbre, humedad, musgo y hongos. Había una pequeña escotilla que tras abrirla, una pestilencia aún más fuerte me golpeó y empañó mi mascarilla aislante de humedad. Bajé la escalerilla y el suelo estaba inundado de agua que me llegaba hasta las rodillas.

     La sensación de estar ahí abajo era terrorífica. El agua estaba cálida, tenía un color verdoso y esparcía vapores inmundos. El espacio era claustrofóbico. El ancho del túnel daba para apenas dos personas. Se oía el castañeo y mordisqueo de las ratas que correteaban a través de las tuberías pegadas al techo y a la pared. Se podía ver algunos hongos bioluminiscentes adheridos a la pared que brillaban en la oscuridad. Incluso los hongos lograban sobrevivir. ¿Era producto de la mutación? Miré a ambos extremos del pasillo y no se veía el final con la potencia de mi linterna. La luz de la linterna ya estaba en sus últimas por lo que tuve que volver a girar la manivela una vez más. Al lado de la escalera había una flecha trazada hacia una dirección. Señalaba el camino. Mi camino.

     Luego de 10 eternos minutos atravesando el túnel con mero cuidado, despojando telas de arañas y removiendo basuras desconocidas del agua, llegó al esperado final. El final del este tramo de camino y el principio de otro. Mientras el túnel seguía a la izquierda, una puerta blindada llevaba a un nuevo trayecto. La puerta tenía en medio una manivela que al hacerla girar se abre. Al otro lado el ambiente cambiaba mucho. El espacio aumentaba considerablemente al igual que el sonido. En aquel sitio había una serie de paupérrimas luces anaranjada colgando en el tejado. Las paredes daban la impresión de estar húmedas y que se iban a romper en pedazos si pasases la mano. El suelo se trataba de rejas que podías escudriñar cómo pasaba el agua bajo él. Me encontraba en las alcantarillas. Ya era un buen momento para quitarse la máscara antigás. El filtro ya no rendía más. Retomé entonces el camino. Cada pisada que daba  producía un característico eco.

     La red de alcantarillas de la ciudad era muy extensa y se ramificaba enormemente teniendo varios pisos de profundidad. Algunos túneles confluían junto a los del metro o carreteras. En algunas zonas de la ciudad los túneles poseían grandes salas cuyo papel era de hacer de búnkeres antimisiles y antirradiactividad en épocas de guerras. A uno de esos búnkeres iba yo. Nuestro primer refugio. Los demás refugios estaban ocupados por toda clase de personas creando cada una sus propias ideologías y políticas. Acceder por las alcantarillas de un lado a otro era trabajo casi imposible. Cooperar con otros era arriesgado, incluso traicionero.

     La pared del túnel empezaba a llenarse de carteles añejos los cuales se le había ido todo el color. El hogar estaba cerca, no me había equivocado de direcciones en el dantesco laberinto. Una gran puerta blindada estaba bloqueando un paso. Con la punta de mis botas golpeé la puerta tres veces seguidas y luego dos. Repetí el proceso una vez más y la puerta se abrió de dentro.
 Del interior se oyó en voz alta.
 -¡Arriba las manos!- una voz grave pero consistente se oía al final. Era una figura negra y corpulenta. Levanté las manos -¡Acércate lentamente y no hagas un movimiento brusco!-.
 Un foco de luz me iluminaba completamente y me quemaban las retinas. Lentamente di un paso sobre otro intentando caminar recto.
 -¡Es él, es él!¡Ha vuelto!-una voz más enérgica resonó por la habitación -.¡Baja el arma, estúpido! ¿Que no lo reconoces? Es él, gracias a Dios.
 -¡Tú! ¿Un paseo por el parque, eh? -la voz grave se dirigía a mi -¡Vale, vale, apaga el foco, hombre, que lo vas a dejar ciego!

     Se acercaron a mí y me dieron palmadas en la espalda mientras me frotaba los ojos con las manos. Se alegraban de que hubiera vuelto. Pero no esperaban a que volviera por ese camino. Luego de ofrecerme un buen trago de alguna bebida alcohólica, recuperé fuerzas y tras un largo suspiro y pausa, les hablé de la situación que había arriba y de las nuevas que traía. Al concluir, los tres centinelas se quedaron en silencio, estupefactos, hasta que uno me respondió.
 -Venga, ve dentro, no pierdas más el tiempo aquí. ¡Nos alegramos de que hayas vuelto, camarada! -dijo el de la voz viva -Espero volver a verte pronto...-.

     Cogí el pasillo, iluminado con luz artificial, producida por máquinas que los más hábiles lograron hacer funcionar, que llevaba al interior del reducto cuyas paredes estaban llenas de viejos y nuevos carteles. Algunos carteles eran ilegibles sin embargo en los que se podía leer ponía cosas como "¡Sálvanos!" que era de propaganda de alguna ideología antigua en la que salía una mujer con un bebé en brazos, "Inclina a mí tu oído, líbrame pronto; sé tú mi roca fuerte, y fortaleza para salvarme" y "Porque si el árbol fuere cortado, aún queda de él esperanza; retoñará aún, y sus renuevos no faltarán" escritos a mano sobre un papel amarillento, y el que más me llamó la atención fue uno que decía: "Porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan". ¿Me hablaba a mí?

     Y ahora estoy en mi escritorio escribiendo estas líneas mientras se oye a la gente hablar desde fuera de mi "casa" que era más bien una pequeña habitación. Ya hablé con el general jefe del bunker y le conté todas las noticias. Noticias que no son buenas para nadie. Dentro de unos días se aproxima lo peor a nuestro hogar, para todos nosotros. Quizá para la ciudad entera. ¿Qué nos depara del futuro? De pequeño me reunía con amigos alrededor de una hoguera junto a un desaliñado anciano que decía ser filólogo en la otra vida. Él nos contaba cuentos a todos los presente. Nos contaba cómo era el mundo antes de ser el mundo que nos llevó hasta aquí. Una húmeda noche nos relató la historia de una fortaleza judía inexpugnable que fue sitiada por los romanos durante mucho tiempo. Los judíos llamaban a esa fortaleza Masada. Se encontraba al borde del precipicio, como lo está esta cueva en la que nos encontramos. Nuestro destino podría llegar a ser muy similar. Debemos ayudarnos entre todos, doblegarnos a ellos. Masada ocurre sólo una vez. De eso se trata la historia.

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