Los blancos y dendríticos pasillos tubulares, relucientemente iluminados parecían no tener fin. No había signo alguno de que pudiera existir una puerta, una ventana o algo por el estilo. No parecía existir un rincón de confinamiento ni mucho menos escapatoria. El suelo albino, el techo níveo, y las paredes aun pálidas era todo lo que uno podía contemplar. La totalidad era una mezcla de desasosiego. Era inverosímil ver algo más y apenas mi tan querida sombra se mostraba. Cálido y calmado, insonoro e inoloro era la definición del ambiente. En una blanca soledad, consternado, mi razonamiento empezaba a fallarme mientras caminaba apaciguadamente al ritmo de los latidos de mi corazón, mientras que mi mirada, fijamente en el fondo del pasillo, la notaba sinuosa, pues ya no sabía dónde mirar. Allí sentido de la orientación es completamente nulo; horrible, aterrador y horripilante es la sensación de permanecer confinado a solas entre tanto fulgor y tanta ausencia. Mientras mis pies estuvieran sobre una superficie, podía denominarla suelo; quizá estuviera caminando helicoidalmente, no lo sé. Pero caminaba. Estaba caminado.
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