jueves, 31 de julio de 2014

Experimento 3: hermanas


                Por entre los huecos de cada piedra que formaba la vetusta y negra rue, fluía el agua descargada por una reciente llovizna, y en algunos charcos de agua se reflejaba la luna llena cubierta entre algodones como un poema. La noche ya era profunda y por la calle reinaba la paz. Un hombre transitaba la calleja con mucho esmero, evitando romper los espejos del cielo con sus pisadas. Sus amigos, de los pocos que tenía, lo describían como bohemio, a sus espaldas, por el mero hecho de gustarle caminar por la noche, sobre todo bajo la lluvia, aunque acabase completamente empapado. La trémula luz de las últimas velas de las farolas que se hallaban en el barrio menos concurrido de la ciudad apenas iluminaba lo suficiente, y en ocasiones la pequeña dama ardiente se cansaba de brillar en la seca, amarillenta y larga cera, para irse y convertirse en una pequeña humareda que asciende a las nubes para perderse.


                El transeúnte, que estaba casado con la vida nocturna y solitaria, deambulaba y callejeaba conociendo parques, catedrales y callejones, para luego volver a su cobijo y plasmar sus sentimientos y experiencias vividas al lienzo con la poca gama de negros colores que poseía. Mientras deambulaba, concluyó que en aquel barrio, cada una hora pasaba un hombre encargado de poner una nueva chispa en la farola si era necesario. Sacó de uno de sus bolsillos una pequeña libreta y una pluma y con escasa dificultad, dibujó lo que podría ser su próxima obra, con tal de salir adelante con su modus viviendi.

                Se adentró por un estrecho callejón que llevaba a un pequeño parque empalizado por una fila de cipreses no antes de una sólida pared de roca bien tallada, con rejas barnizadas de negro y adornos florales. Para entrar a aquel jardín había que dirigirse a una de los cuatro vértices con dirección este. Nunca antes el hombre había visto aquel parque tan escondido en la ciudad. Se alegró por haber encontrado una nueva atracción arquitectónica y natural. La entrada era un arco reforzado con una estatua de una pequeña niña con sus dos manos puestas en el pecho y la mirada marcando las seis del reloj. A los pies de esta había un hueco donde una pequeña piedra proyectaba una imagen en la fuente cuando los primeros rayos de luz la tocaban. Había oído hablar de ella pero nunca lo había presenciado; era nuevo en la ciudad. Muchos habitantes se tomaban la molestia de madrugar simplemente para contemplar este inusual hecho. Sin embargo era de noche aún. Quedaban un par de horas hasta que el sol saliese. Mientras tanto, dibujó la entrada a lápiz en su libreta que cubrió las páginas hasta dejarlas casi negras.

                 Al adentrarse en el parque, que se hallaba completamente vacío de presencia humana alguna, quedó fascinado por la abundancia de árboles y arroyos que contenía. La única luz que había era la que destellaba la luna y en ocasiones se escondía detrás de las nubes y el pintor, con ojos de felino, tenía que moverse por el jardín. Encontró un banco frente a la inocente y circular fuente central y se dispuso a dibujarla como pudo, lentamente; quería quedarse hasta el alba para ver de qué se trataba lo que tanto furor producía entre los habitantes. Entretanto, se le llenaba el alma estar allí, se sentía dichoso y a la vez melancólico, libre y dueño del Edén. Recordó entonces un pasaje de la obra Werther, de Goethe en la cual el joven disfrutaba de su estadía al lado del manantial mientras veía cómo las doncellas recogían agua con sus tostadas manos, verdes pupilas y áureo pelo bien anudado, y sintió un leve y placentero escalofrío pensar cómo una joven entraba al parque a recoger agua de la fuente y sonrojarse ante la mirada de él.

-¡Qué tontería! ¿Quién en su sano juicio sería capaz de pensar que en esta espeluznante noche, una doncella bien vestida y maquillada, vendría a derrochar belleza y perfume en alguien tan mísero como yo? Estamos hablando del siglo XIX. No es momento para pensar que aún existan chicas que vayan a recoger agua de las fuentes.- Luego de una pausa, suspiró y añadió, un tanto melancólico- ¿Por qué no hay damas con las mismas inquietudes que yo, con las ganas de conocer el espíritu de la noche? ¿A cuántos sitios sería capaz yo, capaz de llevarla conmigo a los más recónditos lugares donde sólo nosotros, ella y yo, por una noche, seamos los únicos seres del mundo? Si tan solo... me dieran una señal...-

                 Y en este momento, un rayo de luz trepidante iluminó otra estatua, escondida en algún lugar del parque y proyectó una imagen en la fuente. El hombre dejó caer un leve grito de sorpresa a la par que iba cayendo de espaldas sobre un pequeño charco de agua. Rápidamente se incorporó y en el cristal que fluía de la fuente vio una dama. Una dama que bailaba. ¿Era eso lo que veía la gente? Se preguntó mientras miraba el cielo para todos lados. La noche seguía presente y el alba no se hacía notar. Nadie deambulaba por el parque a altas horas de la noche en períodos de luna llena. El pintor se mostró confuso al pensar esto. No le habían mencionado que se pudiera ver otra imagen por la noche.

                 Sorprendido, se acercó lentamente a la fuente con pasos indecisos. Asombrado, contempló cómo se movían sensualmente las extremidades de la fémina. Pasmado, comprendió que se trataba de una bailarina de ballet. Una silueta argentina de una bailarina danzando al son de las melodías del minúsculo rincón de naturaleza. Dio vueltas alrededor de la fuente sin apartar la vista del espectáculo que estaba viendo. Se quitó la capucha de su abrigo y desesperadamente intentó a dibujar lo que veía. Era tan fuerte el sentimiento que le causaba el baile que apenas trazó algo, dejando caer la libreta y la pluma al húmedo suelo y con la vista perdida, sintió que la llamaba a pesar de no escucharla. La silueta hacía movimientos con los brazos como si estuviera llamándolo, atrayéndolo sensualmente mientras bailaba. Los torpes pasos del dibujante le jugaron una mala pasada al resbalar con una hoja de árbol y con la mano extendida, intentando tocar la silueta, cayó en la fuente cubierta casi completamente de nenúfares. Lentamente, se fue hundiendo en las encantadas aguas de la fontana, con los ojos abiertos aun mirando el pícaro baile de la femme fatale hasta que los violáceos nenúfares volvieron a cubrir la abertura por la que cayó. Era demasiado tarde para él, se dejó llevar por los encantos de algo inalcanzable, una imagen, una luz, un deseo. La luna no brillaba más sobre la piedra. La bailarina acabó su baile. Las nubes cubrieron la luna y la noche se volvió aún más oscura.


 Al llegar el alba, bajo la inocencia de los primeros visitantes, llegó la segunda proyección. Ésta era la que todo el mundo conocía; una dama dorada orando de rodillas. Rezaba siempre por las víctimas de su hermana, la bailarina. El artista no era la primera ni iba a ser la última víctima que se había cobrado el manantial. Más que un parque se trataba de un mausoleo, sí. Un mausoleo lleno de vegetación que rendía culto a 2 infantas, fallecidas ambas a causa de la tuberculosis, cuyos deseos eran ser monja y bailarina de ballet. Los espíritus de las infantas renacieron para convertirse en fulgores. El cuerpo del artista desapareció en lo profundo de la fuente. La bailarina luna juega con los pobres hombres y la hermana sol le perdona sus actos. Dos espíritus encontrados en el agua, reencarnados en destellos y deseos incumplidos. La libreta de dibujos se disolvió en con la humedad y nunca más se supo del pintor. Su ático de alquiler fue recuperado por sus dueños y las obras que él contenía, fueron convertidas en leña para la chimenea.

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