Por entre los huecos de cada
piedra que formaba la vetusta y negra rue, fluía el agua descargada por una
reciente llovizna, y en algunos charcos de agua se reflejaba la luna llena
cubierta entre algodones como un poema. La noche ya era profunda y por la calle
reinaba la paz. Un hombre transitaba la calleja con mucho esmero, evitando
romper los espejos del cielo con sus pisadas. Sus amigos, de los pocos que
tenía, lo describían como bohemio, a sus espaldas, por el mero hecho de
gustarle caminar por la noche, sobre todo bajo la lluvia, aunque acabase
completamente empapado. La trémula luz de las últimas velas de las farolas que
se hallaban en el barrio menos concurrido de la ciudad apenas iluminaba lo
suficiente, y en ocasiones la pequeña dama ardiente se cansaba de brillar en la
seca, amarillenta y larga cera, para irse y convertirse en una pequeña humareda
que asciende a las nubes para perderse.
El transeúnte, que estaba casado
con la vida nocturna y solitaria, deambulaba y callejeaba conociendo parques,
catedrales y callejones, para luego volver a su cobijo y plasmar sus
sentimientos y experiencias vividas al lienzo con la poca gama de negros colores
que poseía. Mientras deambulaba, concluyó que en aquel barrio, cada una hora
pasaba un hombre encargado de poner una nueva chispa en la farola si era
necesario. Sacó de uno de sus bolsillos una pequeña libreta y una pluma y con
escasa dificultad, dibujó lo que podría ser su próxima obra, con tal de salir
adelante con su modus viviendi.
Se
adentró por un estrecho callejón que llevaba a un pequeño parque empalizado por
una fila de cipreses no antes de una sólida pared de roca bien tallada, con
rejas barnizadas de negro y adornos florales. Para entrar a aquel jardín había
que dirigirse a una de los cuatro vértices con dirección este. Nunca antes el
hombre había visto aquel parque tan escondido en la ciudad. Se alegró por haber
encontrado una nueva atracción arquitectónica y natural. La entrada era un arco
reforzado con una estatua de una pequeña niña con sus dos manos puestas en el
pecho y la mirada marcando las seis del reloj. A los pies de esta había un
hueco donde una pequeña piedra proyectaba una imagen en la fuente cuando los
primeros rayos de luz la tocaban. Había oído hablar de ella pero nunca lo había
presenciado; era nuevo en la ciudad. Muchos habitantes se tomaban la molestia
de madrugar simplemente para contemplar este inusual hecho. Sin embargo era de
noche aún. Quedaban un par de horas hasta que el sol saliese. Mientras tanto,
dibujó la entrada a lápiz en su libreta que cubrió las páginas hasta dejarlas
casi negras.
Al adentrarse en el parque, que se hallaba
completamente vacío de presencia humana alguna, quedó fascinado por la
abundancia de árboles y arroyos que contenía. La única luz que había era la que
destellaba la luna y en ocasiones se escondía detrás de las nubes y el pintor,
con ojos de felino, tenía que moverse por el jardín. Encontró un banco frente a
la inocente y circular fuente central y se dispuso a dibujarla como pudo,
lentamente; quería quedarse hasta el alba para ver de qué se trataba lo que
tanto furor producía entre los habitantes. Entretanto, se le llenaba el alma
estar allí, se sentía dichoso y a la vez melancólico, libre y dueño del Edén.
Recordó entonces un pasaje de la obra Werther, de Goethe en la cual el joven
disfrutaba de su estadía al lado del manantial mientras veía cómo las doncellas
recogían agua con sus tostadas manos, verdes pupilas y áureo pelo bien anudado,
y sintió un leve y placentero escalofrío pensar cómo una joven entraba al
parque a recoger agua de la fuente y sonrojarse ante la mirada de él.
-¡Qué
tontería! ¿Quién en su sano juicio sería capaz de pensar que en esta
espeluznante noche, una doncella bien vestida y maquillada, vendría a derrochar
belleza y perfume en alguien tan mísero como yo? Estamos hablando del siglo
XIX. No es momento para pensar que aún existan chicas que vayan a recoger agua
de las fuentes.- Luego de una pausa, suspiró y añadió, un tanto melancólico-
¿Por qué no hay damas con las mismas inquietudes que yo, con las ganas de
conocer el espíritu de la noche? ¿A cuántos sitios sería capaz yo, capaz de
llevarla conmigo a los más recónditos lugares donde sólo nosotros, ella y yo,
por una noche, seamos los únicos seres del mundo? Si tan solo... me dieran una
señal...-
Y en este momento, un rayo de luz trepidante
iluminó otra estatua, escondida en algún lugar del parque y proyectó una imagen
en la fuente. El hombre dejó caer un leve grito de sorpresa a la par que iba
cayendo de espaldas sobre un pequeño charco de agua. Rápidamente se incorporó y
en el cristal que fluía de la fuente vio una dama. Una dama que bailaba. ¿Era
eso lo que veía la gente? Se preguntó mientras miraba el cielo para todos
lados. La noche seguía presente y el alba no se hacía notar. Nadie deambulaba
por el parque a altas horas de la noche en períodos de luna llena. El pintor se
mostró confuso al pensar esto. No le habían mencionado que se pudiera ver otra
imagen por la noche.
Sorprendido, se acercó lentamente a la fuente
con pasos indecisos. Asombrado, contempló cómo se movían sensualmente las
extremidades de la fémina. Pasmado, comprendió que se trataba de una bailarina
de ballet. Una silueta argentina de una bailarina danzando al son de las
melodías del minúsculo rincón de naturaleza. Dio vueltas alrededor de la fuente
sin apartar la vista del espectáculo que estaba viendo. Se quitó la capucha de
su abrigo y desesperadamente intentó a dibujar lo que veía. Era tan fuerte el
sentimiento que le causaba el baile que apenas trazó algo, dejando caer la
libreta y la pluma al húmedo suelo y con la vista perdida, sintió que la
llamaba a pesar de no escucharla. La silueta hacía movimientos con los brazos
como si estuviera llamándolo, atrayéndolo sensualmente mientras bailaba. Los
torpes pasos del dibujante le jugaron una mala pasada al resbalar con una hoja
de árbol y con la mano extendida, intentando tocar la silueta, cayó en la
fuente cubierta casi completamente de nenúfares. Lentamente, se fue hundiendo
en las encantadas aguas de la fontana, con los ojos abiertos aun mirando el
pícaro baile de la femme fatale hasta que los violáceos nenúfares volvieron a
cubrir la abertura por la que cayó. Era demasiado tarde para él, se dejó llevar
por los encantos de algo inalcanzable, una imagen, una luz, un deseo. La luna
no brillaba más sobre la piedra. La bailarina acabó su baile. Las nubes
cubrieron la luna y la noche se volvió aún más oscura.
Al llegar el alba, bajo la inocencia de los
primeros visitantes, llegó la segunda proyección. Ésta era la que todo el mundo
conocía; una dama dorada orando de rodillas. Rezaba siempre por las víctimas de
su hermana, la bailarina. El artista no era la primera ni iba a ser la última
víctima que se había cobrado el manantial. Más que un parque se trataba de un
mausoleo, sí. Un mausoleo lleno de vegetación que rendía culto a 2 infantas,
fallecidas ambas a causa de la tuberculosis, cuyos deseos eran ser monja y
bailarina de ballet. Los espíritus de las infantas renacieron para convertirse
en fulgores. El cuerpo del artista desapareció en lo profundo de la fuente. La
bailarina luna juega con los pobres hombres y la hermana sol le perdona sus
actos. Dos espíritus encontrados en el agua, reencarnados en destellos y deseos
incumplidos. La libreta de dibujos se disolvió en con la humedad y nunca más se
supo del pintor. Su ático de alquiler fue recuperado por sus dueños y las obras
que él contenía, fueron convertidas en leña para la chimenea.
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